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Nota. No tengo
ni idea de cómo funciona actualmente un observatorio astronómico.
Pero podría ser algo así.
El
Oficial de Vigilancia de la Torre del Observatorio está leyendo unos
papeles que me dejé olvidados encima de la mesa. Son una especie de
carta dirigida a una amiga.
Está cómodo,
sentado en el único sillón de piel negra del despacho común. Su
barba apretada, castaña, hace un juego clásico con el uniforme azul
oscuro que lleva.
Por encima del
observatorio está la noche negra, enorme, frígida.
Solitaria. En
cien o doscientos kilómetros a la redonda. El Observatorio está en
lo alto de una montaña, entre un mar de montañas, cubiertas de nieve
que puede llegar a tener cinco metros o diez de profundidad, a la
que se llega por una única pista señalizada de cincuenta kilómetros,
que sólo puede ser recorrida por todoterrenos en verano y por
vehículos polares en invierno, como ahora.
Él está solo,
durante nuestras vacaciones. Yo me fui tan deprisa, con el ansia de
bajar, que se me olvidó la carta después de escribirla.
Él ha empezado a
leerla como parte de su trabajo, por ver de qué trataban esos
folios, y ha seguido, dándose a sí mismo permiso por una vez, y
sabiendo por qué se lo da, al ver que eran míos.
Los papeles
ponen lo que sigue:
“Dices que
quieres ser normal, y esta palabra se me queda en la cabeza y el
corazón y me da vueltas y vueltas.
Dices que los
conservadores ven tres clases de personas, los hombres, las mujeres
y los raros, y que tú eres conservadora, porque no quieres ser rara,
quieres ser normal.
Siento que hay
dolor en esta frase, porque tú eres trans, y quieres ser normal.
Lo comprendo de
corazón. Querer ser normal quiere decir llevar una vida personal,
sin que te miren, se hagan preguntas, te cansen con sus requisitos.
Quiere decir ir
por la calle pensando enteramente en otras cosas, sin necesidad de
mirar miradas y analizarlas, viéndolas en general como críticas y
hasta hostiles.
Significa el
placer del anonimato, la vida corriente por fuera y por eso más
libre por dentro.
Lo entiendo, no
hace falta ir muy lejos, analizando todo eso, es ser normal en
cuestión de género, ser vista y aceptada como cualquiera otra, tener
amigas que te vean como mujer, amigos que te vean como mujer, que no
se hagan más preguntas sobre ti que las normales.
Se puede decir
que todo el mundo entiende lo que es ser normal en este aspecto, no
es preciso repensar con cuarenta análisis, rebuscar en cien
interpretaciones. Sería agradable.
En general, esta
normalidad en la calle es posible para quienes “pasan”. Para quienes
“no pasamos” es imposible hasta imaginárnosla. Tenemos que
resignarnos a ser “raros”.
Tienes derecho a
querer eso. No es heroico, pero tienes derecho a no querer vivir
heroicamente. Menos para algunas personas, que les gustan los
conflictos, los verdaderos momentos de heroísmo necesario no se
buscan, sino que llegan solos. Y mejor que no lleguen.
No te puedo
decir que no. Tanto más cuanto que no eres tonta y no pretendes la
normalidad total y absoluta, sino la que sirva en la práctica.
Sabes que, por ejemplo, no intentas que tus amigos te consideren
como “normal”, “no rara”, porque tendrán que saber que eres trans;
no pretendes llegar al punto de ocultarles tu historia, porque
entonces tendrías que borrar rastros aquí y allá y eso en la
práctica es una pejiguera.
Tampoco en el
trabajo. Con espíritu práctico, sabes que no te importa que te
consideren “rara” donde te conozcan y te respeten. Cuanto más te
conozcan, más te respetarán, y más normal les parecerás, porque
serán tus amigos y compañeros.
Donde quieres
ser normal es en la calle y entre desconocidos, incluso clientes o
usuarios del trabajo que tengas. Me ves, y no quieres ser como yo.
Te agobia ver las miradas que me dirigen y que yo no veo porque no
quiero verlas y especialmente, comprender que por la calle soy una
feria con público, un espectáculo. No te preocupes. Yo lo sé y me
agobia a veces. Me cansa, el día a dia. Incluso me aliviaba ir a
Chueca, porque me decía que allí todo era posible, hasta el día en
que en Chueca, dos gays, en dos momentos sucesivos, uno le dijo a
otro “Mira qué maricona” y otro salió de un bar para verme mejor y
reírse de mí. Yo quisiera ser normal y no rara; sería más
descansado. Me he puesto pantalones (de mujer) hace unas semanas.
Parezco un tío. Es más descansado.”
El Oficial de
Vigilancia para un momento la lectura, porque ha mirado el reloj y
tiene que ir a dar una de las vueltas reglamentarias. Las cumple,
cumple todo el reglamento estrictamente, como si hubiera alguien
inspeccionándolo, para mantener su espíritu despierto durante los
siete días y noches que va a pasar solo en Huehuey.
Se tiene que
poner el chaquetón con forro polar encima del uniforme en cuanto
sale del espacio protegido del despacho, y aun entonces el frío le
atraviesa. Recorre los pasillos desiertos iluminados. Sube por las
escaleras. Pasa por la gran sala de observación óptica, donde la
gran raja de la cúpula está abierta a la noche y oye los chasquidos
y los susurros de la gran maquinaria que se mueve automáticamente
mientras el telescopio de no sé cuántos metros de diámetro registra
en ordenador los datos que va obteniendo.
Las galaxias,
las nubes de gas luminosas, los púlsares, los quásares, lo
fundamental de la existencia.
Mientras pasa
por la enorme sala y ve que todo está normal, el frío le atraviesa,
pese al forro polar, pese a todo lo que lleva encima. Se ha puesto
la capucha, como es natural, Sobre su bigote, el aliento de la nariz
empieza a formar escarcha, y bajo la boca también. Mira la pantalla
del termómetro en la pared: treinta y dos grados bajo cero.
Cuando se
escabulle tras la puerta, de nuevo al pasillo, que estará sólo a
diez bajo cero, piensa en lo que yo le dije una vez, que aun con mi
experiencia y mi rutina como astrónoma, no puedo evitar el miedo de
encontrarme alguna vez, entrando por la raja de la cúpula, a alguien
que nos quiera invadir, terrestre o extraterrestre. Y que, cuando me
he quedado sola, durante unas pocas horas, lo que ha estado a punto
de invadirme ha sido un pánico insoportable, que por poco me ha
obligado a quedarme encerrada en un rincón del despacho, mirando con
ansiedad la puerta, permanentemente cerrada. El miedo ha sido
siempre uno de los componentes más fuertes de mi personalidad, unido
a la imaginación, y no he sabido controlarlo.
Él se ríe, pero
se ríe de verdad. Sabe que puede aguantar siete días solo porque
puede dominar racionalmente sus emociones. Prefiere analizar todo lo
que imagina. El Observatorio está abierto sin duda, pero es a la
soledad de la noche y del frío de la alta montaña. Si pasara algo,
sería por una de esas catástrofes extraordinarias que nos pueden
afectar a todos. No vale la pena preocuparse, más allá de lo
racional: que haya una persona de guardia durante las vacaciones del
personal investigador, por si ocurriera cualquier incidencia
técnica, un cortocircuito o quién sabe qué.
Él ha hablado
conmigo muchas veces, de muchas cosas, durante las horas en que
hemos coincidido, él llegando y yo yéndome, tomándonos un par de
cafés ardiendo de la máquina. Él me aprecia y aun me tiene afecto.
Sabe que puede hablar conmigo de cualquier cosa. Me ve como muy
alta, en efecto, con un vozarrón, que muchas veces soy más bien un
tío, como yo misma digo, pero que otras veces parezco una tía
(carnal, una hermana de tu padre o de tu madre), alguien cariñoso,
quizá tierno. Le parece que no soy hombre ni mujer, y por eso mismo
me aprecia.
Cuando llega de
nuevo al despacho, se pone un café caliente de la máquina, como
para tomarlo conmigo y sigue leyendo los papeles:
“El ser rara nos
ha caído encima a algunas, contra nuestra voluntad. Yo soy rara, lo
sé, lo más normal que he conseguido pasar es por una guiri
altísima, quizá una baloncestista, me gusta imaginárnelo, o algo
así, es decir, que soy rara. Eso, lo más normal. Lo corriente, pues
que soy un pedazo de trans, que quien me quiere se alegra cuando me
ve, y quien no me conoce mira con pasmo. Es que son 1’87, un
vozarrón y zapatos del 45. Es que no paso.
Sin embargo, sé
que hay otras personas raras contra su voluntad. Obesas mórbidas,
por ejemplo. O personas muy feas, que las hay mogollón. O
minusválidas, quizá obligadas a estar retorcidas en una silla de
ruedas. Todas, por dentro, como todos. Personas. Con sueños. No
hemos querido ser raras, quizá es lo primero que todos deberían
entender. Aprender a distinguir en lo que hay por dentro, que
seguramente es muy normal, y lo que hay por fuera, más espectacular.
Los amigos,
parientes, los que quieren a los raros, lo saben esto muy bien. A lo
mejor es suficiente. A lo mejor nos quieren incluso un poco más, por
ser raros. O un poco menos, quién sabe. O a lo mejor, muchísimo.
Luego hay
personas “un poco raras” o “casi normales”, que pasan por la calle
con menos expectación y más normalmente. A lo mejor tú eres una de
ellas y con eso puedes contar.
Todo esto, en la
práctica, es fundamental para ir tirando. La vida pocas veces es un
jardín (y aun entonces, siempre acaba mal) , la mayor parte de las
veces es un más o menos, un poco de esto y un poco de lo otro, mucho
bueno y mucho malo. En resumen: un desafío del que tenemos que salir
lo mejor que podamos.
Te impresiona
que los conservadores piensen que las personas se dividen en
normales y raras, como lo bueno y lo malo. Que no te impresione. Eso
es un error de los conservadores.
A mí, el ser
rara me ha servido de mucho. Me ha dado un sitio en la vida. Amigos
y amigas que si no, no tendría. Conversaciones a veces de noche
enteras. Experiencias únicas. Reflexiones: entender mejor mi vida,
ser más lista para entenderla, precisamente porque mi vida es rara,
porque me ha obligado a pensar.
Que sí, que
entiendo que quieras ser normal, que ojalá lo hubiera sido yo, y
tuviera ahora hijos, un cargazo (porque no habría tirado mi trabajo
un par de veces, como hice), hasta sería famosilla como dibujante,
porque dibujaba bien. En fin, una vida. Pero si lo pienso, he tenido
otras cosas.
Por favor: no
te agobies. Sé todo lo normal que puedas, te alabo el gusto. Pero
échale con gusto un poco de la pimienta de la rareza al plato.
Bueno, sé que la pimienta a veces te quema la boca. Pero hay la
comida y hay el condimento, y las dos cosas valen.”
Termina de leer.
Sabe que soy una tía tranquila y que en realidad disfruto de la
vida, a mi manera. Lo mismo que él y hasta un punto que me
asombraría si lo supiera. Él ganó la oposición para el cargo de
Vigilante después de cambiar su documentación, por lo que ha
preferido no decírselo a nadie. No se ha operado de reasignación
genital. Tiene su novia abajo, en el mundo de la ciudad, el normal.
Lejos de las galaxias, pero dentro de una de ellas. Va a hablar
conmigo, contándomelo, en cuanto yo vuelva de vacaciones. Sabe que
me voy a quedar alucinando y se divierte, imaginándoselo.
Kim
Pérez 22-12-2009
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