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Alma
Catira, foto, es una mujer en tránsito. Antes, mucho antes de
que dejara de representar con torpeza al hombre que jamás
sería y diera la bienvenida a la joven indomable que resultó
ser, intuía que cualquier camino que tomara hacia su identidad
sería un peligroso desfiladero. Y en eso está, atravesándolo,
levantándose cada vez que se cae. A los 40 años y tras dedicar
30 años a pelearse consigo misma, no quiere perder un minuto
más en el viaje sin retorno a su destino transexual.
CriticaDigital-.
Eligió “Alma” para desagraviar a la mujer que mantuvo
prisionera durante décadas. Y “Catira” por la protagonista de
un culebrón venezolano que veía, extasiada y a escondidas, a
los 12 años. Alma Catira Sánchez; ése es el nombre que quiere
que el Estado reconozca, por el cual presentó, en 2008, un
recurso de amparo ante el Juzgado Nacional en lo Civil Nº 82.
Una vez que obtenga el fallo, que suele demorar dos años y al
que descuenta será favorable, irá por el cambio de DNI. “Pero
la plenitud recién llegará cuando logre la reasignación de
sexo y la feminización corporal”, dice.
Alma se
retrotrae al inicio de su largo peregrinaje para llegar a ser
“una mujer común y corriente”. El primer paso que dio, hace
diez años, la llevó al cura de Santa Rosa del Río Primero, un
pueblo agrario y conservador de 8.500 almas –ni una sola como
la suya–, ubicado a 90 kilómetros al noreste de la ciudad de
Córdoba. “¿Qué debo hacer para ser varón?”, vomitó. Sin
respuestas, el religioso la derivó a un médico, que le
recomendó una psicóloga, que le sugirió una sexóloga. Iba y
venía de Santa Rosa a la capital mediterránea, pero su
tratamiento no tomó rumbo hasta que la especialista la
conminó: “Si seguís así, te vas a morir. Dejá de jugar al
varón que no podés ser y aceptate como la mujer trans que sos”.
Se aceptó. Descolgó el título de licenciado en Ciencias
Políticas de la Universidad Católica de Córdoba, carrera que
cursó mientras fue “un varón disminuido”. Se atrevió a Buenos
Aires.
A fines de
2007, un psicodiagnóstico realizado por una especialista de la
Comunidad Homosexual Argentina (CHA) certificó su
transexualidad. Le costó 600 pesos. Aunque no tuvo –como
tampoco tiene hoy– un mango, se consideró afortunada: en el
ámbito privado, ese estudio ronda los 3.500 pesos. El
diagnóstico de la también conocida disforia de género o
síndrome de Harry Benjamin es un requisito ineludible para
iniciar un juicio de reconocimiento de identidad de género.
Alma apenas pudo pagar hasta ahora 500 de los 2.000 pesos que
le salió el escrito. No sin vergüenza, confía en cancelar la
deuda con los puchitos de dinero que va arrimando a su
abogada.
En
simultáneo al amparo, por el cual debió someterse a nuevos
peritajes psicológicos y psiquiátricos, aunque no corporales
como la mayoría de sus amigas, ingresó al programa de atención
a travestis, transexuales, transgéneros e intersexuales que
brinda el hospital Durand junto a la CHA. Se somete a un
seguimiento psiquiátrico bimensual y a uno endócrino cada mes.
Su protocolo de “hormonización” incluye la ingesta de Diane
35, un bloqueador de testosterona, y Trial gel, estrógenos que
aplica sobre brazos y glúteos. Un rito diario que insume 200
pesos al mes. En depilación láser, para barrer el vello que
resiste los estrógenos, lleva gastados otros 1.500 pesos. Los
solventa su hermano mayor y cura. “Superó los prejuicios y las
admoniciones de la Iglesia. Me ayuda porque sabe lo difícil
que es pelear la vida sin caer en la prostitución”, cuenta.
Pero su
travesía aún tiene altas cumbres por delante. Dolorosas y
liberadoras cumbres: las cirugías. La vaginoplastia –la
creación de una vagina a partir de la piel de su pene– se la
practicarán en el Durand una vez que la Justicia reconozca su
identidad de género. “Sin autorización judicial, está
considerada una mutilación y los médicos pueden enfrentar un
proceso penal”, se resigna Alma. Lo que aguarda con ansiedad
es la respuesta de su hermano acerca de si podrá costearle o
no los implantes mamarios y una liposucción de abdomen. “Me
piden 12.000 pesos”, revela.
Como el
protocolo oficial no incluye la feminización facial y los
hospitales públicos hacen una cirugía plástica por vez, Alma
Catira se dispuso a madrugar las veces que hagan falta para
lograr un turno. “La rinoplastia recién me la harán en 2011 en
el Argerich. Me queda por ir al Ramos Megía, al Clínicas y al
Instituto del Quemado para achicar orejas, afinar mentón y
levantar cejas”. No tiene otra chance que los tiempos morosos
–y muchas veces transfóbicos– de la salud pública.
Calcula en
unos imposibles 30.000 pesos hacerse todas las operaciones que
requiere para adecuar su sexo biológico a su identidad de
género. Y aun si tuviera ese dinero, si por esas vueltas de la
vida hubiera nacido en cuna de oro y no como la segunda de
tres hermanos de un hogar austero, si hubiera tenido las
mismas oportunidades que acaso tienen los profesionales
heterosexuales, “tampoco podría asemejarme del todo a una
mujer biológica”, señala. Y agrega: “No es lo mismo empezar la
hormonización a los 40 que en la adolescencia. Sé que los
efectos en mí serán muchos más acotados. Pero llegaré a todo
lo que esté en condiciones de llegar”. El tono es grave, duro,
pero suena lejos de la infelicidad.
Transitar
para Alma también es desandar caminos. Es que para construirse
como mujer trans debe deconstruir al varón que se autoimpuso.
Por estos días, está contenta de haberse quitado las ataduras
y mostrar sin complejos su gestualidad. Exagera sus mohínes y
muestra las fotos que le sacaron recitando poemas en un
festival de arte trans. “Me veo más mujer”, confiesa.
Sus gestos
son refinados, como los de señorita de buena familia, pero
todavía esquiva la mirada y agacha la cabeza. Son las
cicatrices de tantas ofensas. “Usaba los recreos del colegio
para ver cómo hablaban y se reían los varones”, recuerda. La
imitación era pésima y no la libraba de burlas y golpizas.
“Uno de los primeros recuerdos que tengo es mi mamá diciéndome
‘degenerado’ a los tres años. No sabía qué significaba, pero
sonaba espantoso”.
Con todo,
aprovecha al máximo esta revancha. Se siente a sus anchas en
las clases de Trabajo Social, su segunda licenciatura, que
estudia en la Universidad de las Madres. No ve la hora volcar
lo que aprendió en una repartición pública u organización de
base. Sueña a su papá mirándola comprensivamente y ya no
ofuscado y denigrándola. En breve, empezará a ensayar una obra
de teatro en la que hará de chico trans. Y los chistes que
publica en El Teje, la revista travesti del Centro Cultural
Ricardo Rojas, tienen una legión de seguidores. Mucho para
quien soñaba con ser apenas “una chica común y corriente”.
Pero lo bueno de las travesías es que siempre sorprenden. Y
Alma Catira aprendió el valor de cada paso.
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C.
A. 08-02-2010
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