De El Confidencial
"Querido Pedro:
Hay en el plano final que elegiste al montar La mala educación toda una declaración de intenciones: la palabra “pasión” escrita sobre el gris metálico de la puerta de un garaje inunda la pantalla hasta ocuparlo todo. La pasión de un director por el cine…
Si se te puede acusar de haber pecado de algo en Los abrazos rotos es precisamente de eso, de exceso de pasión. Pasión por tus ‘chicas’: Chus Lampreave (qué grande es esta mujer), Rossy de Palma, Kiti Manver… Pasión por tus criaturas, esas mujeres despeñadas por un abismo irracional al que habitualmente son empujadas por los hombres. Pasión por lo rocambolesco. Pasión por Warhol, Cassavetes y Douglas Sirk. Laberinto de pasiones.
Se deshacen tus Abrazos en una sucesión de homenajes apasionados al recuerdo: una foto de dos amantes anónimos que hiciste en Lanzarote, la película que te abrió las puertas del cielo -Mujeres al borde de un ataque de nervios- o aquella vez que viste como desenterraban los cadáveres abrazados de dos enamorados en Viaje a Italia, de Rossellini. Y todos esos homenajes entran en tu historia de amor fou con calzador, atropellando la coherencia interna de un discurso que peca, sobre todo, de una pretendida e incómoda grandilocuencia.
La grandilocuencia tiene probablemente la culpa de todo. Los encuadres de los quince primeros planos de tu película parecen estar medidos con tipómetro. Una tras otra, se suceden imágenes de una belleza abrumadora. Tanto que parece impostada. El exceso de formalismo es tal que los personajes se ahogan entre frases para el recuerdo y encuadres-estampa. El preciosismo es algo que a tu cine no le va del todo bien, o que le va en su justa medida.
Tampoco le queda bien el noir. Eso es algo que todos sabíamos desde que vimos Carne trémula y La mala educación, probablemente tus películas más descabaladas. Aun así, sigues empeñado en ahogarte en tramas cercanas al thiller cuya intriga no dosificas con acierto. Sólo hay que ver el monólogo final de más de tres folios que le haces pronunciar a Blanca Portillo en el Chicote de la Gran Vía para cerciorarse de que suspendes en suspense.
Vestido de negro resultas algo pretencioso. Aun así, todo hay que decirlo, hay imágenes impagables en tu película que son hijas de este género: Penélope subiendo por esa impresionante escalera de caracol; Penélope cayendo por la misma escalera; Penélope en los brazos de un mal hombre tras caer por la escalera; Penélope y su rostro frágil y lloroso en el coche negro del gánster de camino al hospital. Penélope, Penélope, Penélope.
Penélope vuelve a estar aquí fantástica, como todos los actores de tu película, a excepción quizá de Rubén Ochandiano y de una Portillo ahogada probablemente en la profundidad psicológica de su personaje. La música que ha compuesto Alberto Iglesias es también genial. Y la fotografía de Rodrigo Pietro. Y otras muchas cosas. Al fin y al cabo, este sigue siendo un film de Almodóvar, como te gusta anunciar en los títulos de crédito, y eso garantiza un umbral mínimo de calidad que justifica cuanto menos el dinero de la entrada. Sólo la sucesión en pantalla de las radiografías del cuerpo magullado de la protagonista de tu historia, una metáfora visual tan genial como poco sutil, valen los siete euros del boleto; o las manos de Lluís Homar, ciego de amor, recorriendo la imagen de su amada en braille fingido, como quien quiere atrapar el pasado y hacerlo suyo; o Penélope doblándose a sí misma mientras vomita un discurso de odio a su carcelero; o los toques de humor profundamente almodovarianos que ayudan a descargar la narración y que hacen que se eche de menos al director delirante y exhibicionista de otros tiempos.
La obsesión por los premios ha desnaturalizado algo tu obra. Eso no lo puedes negar. Alabada sea, no obstante, la última parte de tu filmografía, aquella en la que al gran narrador de siempre se le ha unido el gran realizador de ahora. Paradojas de la vida, la perfección formal ha llevado Los abrazos rotos al fracaso relativo, porque esta es una de tus películas más aparatosas y menos concisas. La expiación del sentimiento de culpa (La mala educación), el amor y el fatalismo (La ley del deseo), las relaciones paterno-filiales (Tacones lejanos, Todos sobre mi madre, Volver). Todos los temas de tu filmografía se dan cita en esta miscelánea referencial, en este pastiche de diversos géneros, a ratos demasiado ambicioso. Pasen y vean la rocambolesca historia de amor entre un director de cine y una actriz casada con el productor de la película. Suena demasiado a déjà vu, a folletín de escaso trasfondo. Trasfondo... Después de todo, puede que esa sea la cuestión. Quizá por exceso. Quizá por defecto.
Atentamente."