P o r t a l  d e  i n f o r m a c i ó n  t r a n s e x u a l
 
       
 
`` Piel que no miente ´´  Mayela, una mujer transgenérica 5º

 

Cada publicación consta de tres capítulos.

Ediciones anteriores.    

 

XIII 

El sueño me dejó pensando muchas cosas. Lo primero, que fue maravilloso poder salir a la calle como una mujer, y que en todos lados me trataran como a una mujer; incluso los piropos me hicieron sentir bien.

De alguna manera era la forma ideal en la que podía ver realizados mis sueños, digamos que “obligado” a hacerlo. Así nadie me podría tachar de maricón, sino, en todo caso, compadecerse de que me humillaran de semejante manera, sin sospechar que en mi interior yo gozaba al tener que comportarme como una mujer.

Pero lo que me dejó pensando fue lo que pasó con el amigo de Sonia. “Si quieres ser una mujer –me había dicho ella en el sueño- tienes que aceptar las consecuencias”. Es decir, que tenía que permitir que los hombres me besaran y me manosearan. Eso no me gustaba, en lo absoluto. Pero me gustaba ser una mujer... qué lío.

El caso es que mis buenos propósitos de no volver a travestirme empezaban a hacerse cada vez más débiles.

Hacía mucho que el tratamiento de ortodoncia de mi hermano había concluido, así es que no era fácil quedarme solo en la casa.

No obstante, al salir de primero de secundaria y poco antes de cumplir los 13 años, mi madre acompañó a mi hermano a la ceremonia de entrega de calificaciones. La mía había sido el día anterior y se había desarrollado con toda la pompa y circunstancia que sólo una escuela como la nuestra podía ofrecer. Cualquiera pensaría que premiaban a los integrantes del Escuadrón 201 que regresaban de la guerra.

El caso es que sabía que el numerito iba para largo, de dos a tres horas mínimo, tiempo suficiente para volver a sentir las prendas femeninas sobre mi piel.

Hacía más de un año del incidente de la lavadora, así que había recuperado la confianza. Pero aunque así no hubiera sido, era tal mi desesperación que decidí correr el riesgo.

Me costó un poco de trabajo reunir toda la ropa pues algunas prendas habían cambiado de lugar y otras, como el vestido rosa, ya no existían; seguramente habían acabado sus días en el carrito del ropavejero.

Pero en cambio había prendas nuevas y maravillosas, como ese liguero rojo que me quedó tan bien, y las pantaletas negras con encaje... y el brasier... Las zapatillas de tacón alto que la vez pasada me quedaban un poquito grandes ahora eran justo de mi medida, incluso me costaba menos trabajo caminar con ellas.

Fue al ponerme las medias y abrocharme el liguero cuando empecé a sentir algo. Primero una elevación de la temperatura corporal, seguramente era la emoción, pensé. Sin embargo, después vino una serie de pequeños toques eléctricos entre las piernas, pulsaciones aceleradas que extrañamente me hacían sentir bien.

Recostado boca abajo en la cama de mis padres, empecé a frotar el cuerpo contra el colchón, una y otra vez. El miembro se puso duro, como ya otras veces al despertar lo había sentido, pero ahora eso me provocaba un gusto singular. Toda la sangre circuló por mi cuerpo, el pulso se aceleró, yo me acariciaba las piernas y no sólo sentía la suavidad de las medias sino un estremecimiento que crecía más y más... y más... y más... hasta que estallé en una experiencia fabulosa y desconocida para mí.

En menos de un segundo descargué toda la energía que había venido acumulando. Fue sensacional, a excepción de un pequeño y desagradable detalle: en ese preciso momento, y sin darme cuenta siquiera, me había orinado con la ropa puesta. Al menos eso fue lo que creí al descubrir que las pantaletas y el colchón estaban mojados.

Pero no, eso no se parecía de ninguna manera a la orina, ni el color ni el aroma ni la textura; ni siquiera la temperatura era la misma.

Entre asustado y exhausto por el esfuerzo, traté de encontrar alguna explicación. Así de ignorante era yo, a los casi 13 años, en esas cuestiones. Ni la escuela ni mis padres se habían tomado la molestia de decirme lo que era una eyaculación.

Días más tarde mi primo –escasamente seis meses mayor que yo- tendría que ser quien me aclarara el punto. Por lo pronto, lo que urgía era salir del apuro, no quería que mi mamá me preguntara porqué estaba mojada la cama.

Lo único que se me ocurrió, después de quitarme la ropa y meterme a la regadera, fue hacer lo propio con las cobijas: lavarlas ‘in situ’ con agua y con jabón. Lo malo es que no daría tiempo a que se secaran.

Tuve una idea, encendí el televisor y puse una botella de refresco sobre la cama, la destapé y la dejé caer. No era creíble que le cayera agua y jabón a la colcha, pero dejar caer el refresco era un accidente que a cualquiera le podía suceder. En cuanto a las pantaletas, opté por subirlas al incinerador que estaba en la azotea y en donde irresponsablemente se quemaba la basura de todo el edificio.

No me salvé de la regañiza por cometer la imprudencia de ver la tele con un refresco, pero al menos no hubo interrogatorio como la ocasión anterior.

Una vez repuesto del susto, me puse a pensar en lo agradable que había sido ese día, pues al gusto de verme ataviado con prendas femeninas se agregaba un insospechado y delicioso placer. 

 

XIV 

A partir de ese momento, cada vez que por alguna razón me quedaba solo en la casa, volvía a ponerme la ropa de mi madre y a disfrutar en solitario de ese inigualable placer.

Fue mi primo quien me explicó, con aire de suficiencia, que el líquido que expulsaba en la eyaculación era, ni más ni menos, la materia prima con la que se formaban los seres humanos en el vientre materno. Gracias a él supe también que esta práctica era conocida como masturbación.

Claro que nunca le dije cómo era que me masturbaba, pero ciertamente le confesé que era una práctica bastante placentera y que se empezaba a hacer común en mi vida.

Aquellas fueron épocas muy complicadas y definitivamente contradictorias. Me empezaba a salir el vello de la cara y eso me provocaba reacciones encontradas; estaba dejando de ser un niño, cosa que me hacía sentir bien, pero al mismo tiempo me estaba convirtiendo en un hombre. Es decir, que las fantasías que alguna vez contemplé acerca del crecimiento de los pechos y de no cambiar de voz, quedaban definitiva e irremediablemente canceladas.

Y entonces otra vez volvía a la vieja pregunta: ¿por qué, si soy hombre, me siento tan bien al vestirme como mujer?

Para ese entonces ya empezaban a llamarme la atención las chicas, ya no en el plan de amigas, sino de una manera distinta. Si en la televisión aparecían bailarinas con poca ropa, tenía sensaciones semejantes a las que me producía el ponerme unas medias o un brasier.

Cada vez estaba más confundido. Pensaba, además, que por disfrutar del uso de prendas femeninas, irremediablemente, tendrían que gustarme los hombres, y eso me llenaba de pánico.

Pero todo eso se me olvidaba en cuanto me quedaba solo en la casa y comenzaba a hurgar en los cajones de mamá. La excitación y el desahogo lo justificaban todo.

Hubo un detalle que vino a complicar aún más las cosas. Como estudiante de segundo grado de secundaria en una escuela confesional, era frecuente que tuviéramos misas, confesiones y clases de religión que para guardar las apariencias en un Estado laico como el que se supone que nos regía, recibían el pretencioso nombre de Ética.

Recuerdo bien a mi maestro, era un hermano lasallista bajito y rechoncho, de piel muy blanca, cabello entrecano y penetrantes ojos azules que tras los gruesos cristales de sus anteojos se veían aún más grandes.

No me acuerdo de su nombre, pero todos le decían Winnie Pooh por el parecido que guardaba con el osito de las caricaturas.

La clase transcurría con entera normalidad; creo que el asunto ni siquiera venía al caso, pero de pronto uno de mis condiscípulos que se sentaba en la parte de atrás del salón levantó la mano.

Pocos prestaban atención a la clase, algunos cuchicheaban en un rincón, otros garabateaban algo en sus cuadernos y no faltaba quien aprovechara para adelantar la tarea de otras materias.

-Maestro –dijo Castañeda, mi compañero- ¿puedo hacerle una pregunta?

-Claro que sí –accedió solícito el profesor.

Nervioso y casi arrepentido de haber pedido la palabra, Castañeda la soltó de golpe: -¿La masturbación es pecado?

En ese momento todos dejamos lo que estábamos haciendo y volteamos a ver al compañero. Se hizo un silencio tenso y expectante, de alguna manera todos teníamos la misma inquietud pero ninguno de nosotros nos atrevíamos a expresarla.

Las miradas a Castañeda se dirigieron de inmediato al profesor. Lo observé detenidamente, con sus ojos aún más grandes y penetrantes. Y dijo, seca y lapidariamente:

-Sí, sí es pecado.

Su voz resonó en el interior de cada una de nuestras conciencias; como un eco taladró nuestros oídos y penetró al corazón, a nuestros sentidos, a nuestra genitalidad, a nuestros más íntimos rincones.

Ignoro de que se haya hablado en el resto de la clase. Yo sólo pensaba en la temprana condena de ese nuevo placer descubierto no hacía mucho, y en todas las ocasiones en que había ofendido a Nuestro Señor con mis actos impuros.

En efecto, ya no era solamente la perversión de vestir ropas “del otro sexo” sino la comisión grave y flagrante de una falta.

En ese momento, por enésima vez, me hice el propósito de nunca volver a pecar.

 

XV 

A causa del miedo que me provocaba arder en los infiernos, y deseoso de no ofender a ese Dios bueno y misericordioso que había muerto a causa de mis pecados, fue que logré –por un tiempo- cumplir con mi propósito.

Pero cada vez que veía a mi madre frente al espejo con un lápiz labial o con una sombra de ojos, cada vez que miraba la ropa interior de mujer en los aparadores de las tiendas, y cada vez que veía las medias de mamá sobre su cama, brotaba de nuevo el deseo de sentir aquellas prendas en mi propio cuerpo.

Es el diablo el que me tienta con esas cosas –me repetía a mí mismo- y ofrecía al Señor mi sacrificio, la renuncia al placer, la inmolación de mis deseos.

Pero era inevitable padecer, una y otra vez, las tentaciones de Satanás que se presentaban en cosas tan simples como una carrera con los amigos de la escuela. -¡Vieja el último! –gritaba de pronto uno de ellos y todos debíamos de correr al poste más próximo.

Cómo deseé en algún momento llegar en último lugar y que se cumpliera la maldición, convertirme en una vieja, como despectivamente le decían a las mujeres, y entonces sí ponerme faldas, medias y tacones altos sin remordimientos.

Pero ya estaba más que convencido que aquello jamás sucedería.

En alguna otra ocasión mi abuela me pidió que le ayudara a lavar los trastes. Al notar mi poca disposición para hacerlo, me dijo –¡ándale!, ¡no te han de salir faldas por lavar los platos!

No dije nada, pero en mi interior pensé que, de salirme faldas por lavar los trastes, tendría toda su vajilla reluciente.

Fue en ese tiempo cuando, de camino hacia una excursión de la escuela, mis compañeros –dirigidos por uno de los maestros- se pusieron a cantar en el camión: “...ese niño que tiene Asunción, se pone vestidos, medias y tacón; ese niño que tiene Asunción –repetían a coro- se pone vestidos, medias y tacón. Asunción, Asunción, ese niño va a ser marinero, Asunción, Asunción, ese niño va a ser... ¡maricón!”

Maricón, cuántas veces, a partir de ese momento, me empezó a taladrar esa palabra en la cabeza. Yo me ponía vestidos, medias y tacón, y era un niño, asi que la conclusión era irrefutable. No podía ser otra cosa más que un maricón.

No recuerdo si canté con los demás, si volteé a otro lado para que no me vieran o qué cosa habré hecho, pero lo cierto es que empecé a sentir un miedo enorme de que se dieran cuenta de mis gustos y descubrieran que yo era tan maricón como el hijo de Asunción.

Fue por aquellas fechas que sobre mi espalda empezó a crecer una loza que al cabo del tiempo se haría más grande: la enorme responsabilidad de demostrarle a los demás –y a mí mismo en primer lugar- que yo era todo un hombre.

Afortunadamente no era malo para deportes como el futbol o el beisbol. Así es que me concentré en cuerpo y alma para ser de los mejores y no dejar lugar a dudas de que yo era un hombre hecho y derecho.

Otra de las pruebas que debía sortear todo aquel que quisiera presumir de ser muy hombre era el saber conquistar a las mujeres, ligar, como de manera coloquial se decía en aquellos tiempos.

En este renglón los resultados no eran del todo satisfactorios. Yo veía que mi hermano y mis primos –sobre todo el mayor- empezaban a tener novias y a mí ningún lazo me echaban las muchachas, ni siquiera querían bailar conmigo en las fiestas. Y si lo hacían era solamente durante una pieza o dos, pues yo no sabía de qué platicarles e invariablemente se alejaban de mí pretextando un dolor de cabeza o que ya tenían que irse, aunque a los cinco minutos las encontrara bailando muy contentas con otros chicos.

A pesar de ello yo me sentía muy bien porque cada vez duraba más tiempo sin caer en la tentación de las medias y los tacones, y porque en la escuela nadie se había percatado de mis raras aficiones. Me comportaba como todo un hombre a la hora de poner la pierna fuerte en el futbol o en caso de que estallara una bronca durante los partidos.

Sucedió sin embargo que por aquel entonces mi prima estaba por cumplir sus 15 años y mis tíos comenzaron a organizar su fiesta. Todos mis buenos propósitos se vinieron abajo.

Por Silvia Susana Jiménez Galicia-.

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