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( En ésta edición
consta de tres capítulos )
LXXXVI
El
grupo es mi refugio, la isla donde puedo encontrar la paz y la
serenidad, el oasis donde nadie me cuestiona mi manera de
vestir o mi modo de pensar.
Es una bendición que existan grupos de esta naturaleza, pero
es una desgracia que tengan que existir. Lo ideal sería que el
mundo todo fuera esa ínsula, la quimera donde cada quien, sin
importar raza, edad, sexo, preferencias, orientación genérica
o manera de vestir, tuviera un lugar.
Qué maravilla sería que cada quien, según su propio gusto,
pudiera vestirse como le viniera en gana.
Han pasado casi dos años desde que entré al grupo y mi vida ha
cambiado completamente. Hago un recuento de estos 24 meses y
descubro que en este tiempo he vivido muchas más cosas que
durante los más de 30 años que debí permanecer encerrada en el
clóset.
No resisto la tentación de darme unas vueltas por lugares
donde siempre quise estar como mujer. Voy a mi escuela
primaria, evito entrar pero me paseo por enfrente. No lo hago
en un plan retador, sino simplemente para experimentar una
hermosa sensación. Me pongo a recordar, cuando salía de estas
aulas, la cantidad de dudas y de vergüenzas que debía cargar
porque la tarde anterior me había puesto una falda en la
intimidad de mi casa. Tuve ganas de decirle a mis antiguos
maestros, véanme, ésta soy yo, la que siempre debió estar
oculta, la que condenaban sin razón, pero por fin rompí las
cadenas y aquí estoy, quería decirlo, gritarlo a los cuatro
vientos. Lo emocionante es que ahora puedo caminar con faldas
y tacones altos y nadie me dice nada, nadie me dice que es
pecado o que me voy a condenar. Y aunque así lo hicieran,
sobra decir que no les haría el menor caso.
Y lo más importante, yo misma me acepto de esta manera. No
sólo me acepto, estoy feliz de vestirme así, de vivir como una
mujer, de expresarme como una mujer, de ser tratada como una
mujer, al menos por unas horas a la semana.
Minutos más tarde entro al templo en donde hace muchos ayeres
hice mi Primera Comunión, la antigua Iglesia de Coyoacán. Y,
por primera vez en mi condición femenina puedo orar dentro de
un recinto católico, apostólico y romano. Lo hago con mucho
respeto, pero con el deseo ferviente de agradecerle a Dios el
haber alcanzado la libertad. Y ante el Cristo en el que creo,
y que recibí por vez primera en aquella ocasión, pienso que
Armando no me condena. Él, que acogió a la Magdalena y que
curó al efebo del centurión, no podría condenar mi manera de
vestir. Sería indigno de un Padre bondadoso condenar a alguien
por el sólo hecho de querer ser auténtico, de buscar la
felicidad, de querer alcanzar la libertad. Hay algo que me
queda muy claro, yo no escogí ser transgenérica, pero sí debo
decidir qué hacer con mi transgénero. Tengo dos opciones
diametralmente opuestas con una enorme gama de matices en el
medio: reprimirme como lo hice durante tantos años y renunciar
a la felicidad, o ejercer plenamente, y con responsabilidad,
mi libertad. Mi opción se acerca mucho más a la segunda. No me
queda la menor duda que he de vivir mis propios sueños y no
los sueños que los otros han forjado para mí.
Paso también por enfrente del viejo edificio donde viví
durante mi niñez y buena parte de la adolescencia. Desde aquí
abajo veo el balcón por donde alguna vez, a mis 12 años, asomé
unas pierna envueltas en medias y rematadas con zapatillas de
tacón alto. Nunca pude ver la reacción de la gente que miraba
desde abajo, seguramente ni siquiera se les habría ocurrido
voltear, pero en ese entonces para mí resultaba emocionante.
Hoy no tengo necesidad de asomar las piernas, aquí están, bajo
esta falda negra, con pantimedias y tacones altos para que las
mire quien quiera hacerlo. Ya no debo esconderme, ya no debo
ocultar mi realidad. Y en mi mente imagino que a mis 12 años
salgo de ese edificio, lleno de dudas y temores porque acabo
de ponerme un vestido y de pintarme las uñas. Y le digo a ese
niño imaginario, a ese pequeño yo, ¿qué te pasa? ¿por qué
estás tan asustado? No temas, no es malo lo que haces, no
puede ser malo buscar la propia identidad, no puede ser malo
buscar ser uno mismo, no puede ser malo expresarse desde el
fondo de nuestros sentimientos y no desde el guión que alguien
escribió para nosotros.
LXXXVII
Viernes en la noche. Mi esposa y yo nos arreglamos para ir a
la boda de una de sus primas. Ella se está maquillando frente
al tocador y yo, divertido, la observo desde la cama. Recuerdo
cuando de niño miraba extasiado arreglarse a mi madre.
Muchas otras veces miré a mi propia esposa acicalarse para ir
a alguna fiesta y confieso que sentía envidia. Pero ya no. La
miro pintarse los labios y recuerdo cómo disfruté que me
maquillaran cuando la boda de mis amigas; la miro ponerse el
vestido largo y me recuerdo poniéndome el vestido que alquile
para aquella ocasión.
Ya no envidio, tampoco, a aquellas mujeres que en el Metro o
en el auto se van maquillando. Más de una vez, en el Metro o
en el auto, yo misma he sacado el lápiz labial, la polvera o
el rubor para aplicármelo.
Después de todo, la vida ha sido bondadosa conmigo. Más tarde
que temprano, tal vez, pero me ha dado la oportunidad de vivir
muchos de mis sueños. Claro, sería maravilloso poder ir de
vestido largo a todas las fiestas y nunca más usar una
corbata, sería hermoso poder pasar las Navidades convertida en
una mujer y ayudar a mi madre y a mi hermana a preparar la
cena. Pero no puedo quejarme, sobre todo cuando volteo a mi
alrededor y veo mujeres que de ninguna manera disfrutan su
condición de mujer sino que, por el contrario, la padecen. Me
refiero a aquellas que por falta de educación –finalmente por
falta de recursos, la pobreza, pues- soportan sin saber qué
hacer a un esposo egoísta, agresivo, abusivo.
Al día siguiente, en la reunión del grupo, otra buena noticia
refuerza mi optimismo: volveré a coordinar los Días de
Transgénero, ahora en su tercera edición. Además, impartiré un
taller llamado “Conquistando la calle” en donde
reflexionaremos acerca de las precauciones que conviene tomar
al salir en nuestra condición femenina. Si se dan las
condiciones, haremos el taller de manera vivencial, saldremos
a la calle y después cada quien platicará cómo se sintió. Por
supuesto, está dirigido a travestis que apenas empiezan a
salir del clóset.
No se trata de convencer a nadie de que salga, sino de
brindarle apoyo a quien desee hacerlo. Y debo confesar que
desde mi punto de vista es necesario que cada vez haya más
personas transgenéricas en las calles; no con un afán
exhibicionista, desde luego, sino para ejercer una libertad
que apenas estamos conquistando, para hacernos visibles, para
que la gente se vaya acostumbrando a nosotras, y que se dé
cuenta que tenemos los mismos derechos y las mismas
obligaciones que cualquiera
El evento, incluido el taller, es todo un éxito. El último
día, rendidas y con los pies hinchados por los tacones,
hacemos un recuento de lo que fue. La escena es más que
divertida, casi todas nos hemos quitado las zapatillas, la
mayoría estamos sin aretes y no falta quien se haya arrancado
la peluca. Sentadas en el suelo nuestra imagen se parece más a
la escena de una cinta de Fellini que a una junta de trabajo.
Cuando todo ha terminado, Anxélica me llama aparte. Me pongo
las zapatillas y la sigo a otro de los salones.
-Tengo que hablar contigo, Mayela.
-¿Para qué soy buena? –pregunto.
-Para coordinar eventos y creo que para hacer spaghetti
–bromea- pero no nada más.
-¿De qué se trata? –sigo intrigada.
-Ya cumplí cuatro años al frente del grupo, es mucho tiempo.
-Lo has hecho muy bien.
-Sí, pero tengo otras cosas que hacer, quiero escribir,
dedicarme a mi hija que está por nacer, alejarme un rato de
todo esto.
-Nos vas a hacer mucha falta.
-Nadie es indispensable, amiga.
-¿Y has pensado quién se pueda hacer cargo del grupo?
-Sí, claro que sí.
-¿Y en quién has pensado? –pregunto, curiosa.
-En ti, mi estimada Mayela.
-¿En mí? –no puedo menos de asombrarme, apenas estoy por
cumplir dos años en el grupo.
-Sí, ¿cuál es el problema?
-Estoy muy verde todavía, me falta mucho por aprender.
-Ya aprenderás.
-Pero, es mucha responsabilidad.
-Por eso te hemos escogido a ti. Ya lo platiqué con Alejandra
y creemos que tú eres la mejor opción.
-Bueno –empiezo a salir del asombro- ¿y cuándo dejarás el
grupo?
-En este momento.
-¿Quéeeeeééé? –no lo puedo creer.
-Sí, no te dije antes porque quería que estuvieras concentrada
totalmente en el evento.
-Pero...
-¿No puedes?
-No, no es eso, es que me tomas de sorpresa.
-¿No te gustan las sorpresas.
-Sí, pero esto es muy serio.
-Lo sé, e insisto, por eso te escogimos a ti.
-Pues yo... –no sé ni qué decir, la noticia es completamente
inesperada.
-Entonces, amiga, ¿aceptas?
-Sí... sí acepto.
LXXXVIII
Ahora entiendo perfectamente cuando hablan de “la rifa del
tigre”. Tengo sentimientos encontrados; por un lado, me siento
más que honrada que me hayan tomado en cuenta para encabezar
al grupo, sin duda uno de los más importantes en cuestión de
transgénero en todo el país. Pero, por lo mismo, siento que la
responsabilidad es enorme, y me reconozco inexperta en este
campo. No quisiera que mi falta de experiencia le afectara a
este grupo que tanto me ha dado.
Por otro lado, es una excelente oportunidad de seguir haciendo
lo que tanto me gusta, trabajar desde mi condición femenina a
favor de construir una sociedad más abierta y más plural. Y,
sobre todo, poder apoyar a todos esos jóvenes que se sienten
mal porque les gusta ponerse la ropa de mamá.
Siento una enorme responsabilidad, pero en el fondo estoy
feliz. Y quisiera ir con mi pareja y compartir este momento
tan emocionante para mí, y con mis papás y transmitirles mi
alegría y mis preocupaciones... pero sé que no es posible.
Lo que son las cosas, los momentos más trascendentes de mi
vida no los puedo compartir con la gente que más quiero y que
más me quiere.
Dentro de mis nuevas responsabilidades está la de representar
al grupo en algunos eventos de la diversidad sexual. Una ONG
de Querétaro organiza una semana de la diversidad y nos
invitan para dar una plática sobre transgénero. Nos pagan el
autobús, las comidas y hasta el hospedaje. Le pido a
Alejandra, la psicóloga que ahora es una excelente amiga y que
sigue apoyando al grupo, que me acompañe. Ella acepta, pero
otra actividad que surge a última hora provoca que se tenga
que quedar y yo me vaya sola a Querétaro.
Decido irme vestida desde la Ciudad de México. Hay una
sensación muy extraña, no me gusta que la gente que me conoce
en mi ámbito femenino me vea en mi condición masculina. Es un
poco a la inversa de lo que sentía al principio, cuando no
quería que nadie me viera vestida de mujer. Ahora no soporto
que la gente que me ha conocido como Mayela me vea con ropa de
hombre.
Lo pienso mucho, antes de tomar la decisión. No es un viaje
muy largo pero de cualquier manera implica salir de la ciudad.
No sé cómo me vayan a tratar en el autobús, no sé cómo me
trate la gente en Querétaro. A pesar de ser una ciudad grande
y en constante crecimiento, no deja de ser provincia, con todo
el encanto que guarda la provincia mexicana pero que, hay que
reconocerlo, debido al centralismo feroz de nuestro país se
mantiene un poco a la zaga en relación con el Distrito
Federal. Además, Querétaro es un estado gobernado por la
derecha, con toda la ideología tradicionalista y conservadora
que esto significa.
Confieso que me da un poco de temor, pero decido emprender el
viaje. Visto, como siempre, con la mayor discreción, con el
ánimo de no llamar la atención.
Desde el momento en que llego a la Central de Autobuses a
comprar el boleto empiezo a disfrutar el viaje.
-¿Qué asiento va a querer, señorita? –me pregunta la encargada
de los boletos.
-El 37 –prefiero irme en la parte de atrás con la esperanza de
que no se llene el autobús y pueda ir sola en el asiento.
-¿A qué nombre?
-Mayela Beltrán –respondo- y me dan ganas de gritarlo, que
todo mundo se entere que ese es mi nombre, que soy una mujer,
que Jorge Ruvalcaba no existe, nunca ha existido. Todavía con
el boleto en la mano, me gozo leyendo mi nombre impreso, mi
verdadero nombre, no el que he tenido que utilizar por razones
prácticas, no el que me pusieron en el registro civil
engañados por unos genitales que apenas y dan cuenta del sexo,
pero no del género. El género, el ser hombre o el ser mujer,
no está entre las piernas, está entre las orejas, en el
cerebro, en el alma, es una convicción, es un sentimiento muy
arraigado. Y a estas alturas no me cabe la menor duda que yo
soy una mujer, y como tal me gusta vestir y como tal me gusta
que me traten y que me llamen, y como tal me subo a un
México-Querétaro que en poco más de dos horas me deja en la
Central de Autobuses de aquella hermosa ciudad colonial.
No sé porqué, pero siento que la central de autobuses me da
cierta seguridad, de alguna manera es una extensión del viaje,
pero al momento de poner un pie fuera de la terminal y recibir
el sol queretano en la piel, me entra un temor de que algo
pueda pasarme. Trato de disimular lo mejor que puedo y me digo
a mí misma que ahora es cuando necesito aplomo y seguridad. Me
dirijo a donde están los taxis y un ‘¿para dónde va,
señorita?’ me permite recuperar la confianza. Abordo la unidad
y le doy la dirección al taxista.
El chofer me va platicando, que de dónde vengo, que cuánto
tiempo voy a estar en Querétaro, que cómo está la inseguridad
en el DF y todo lo que suele platicar un taxista a los
viajeros. Tanta naturalidad me sorprende. No me queda claro si
el chofer piensa que yo soy una mujer como todas las que
conoce, o si se da cuenta de mi condición pero no le importa y
me trata exactamente igual que a cualquier otra mujer. Nunca
lo sabré pero disfruto ese trato amable y hasta caballeroso.
La plática que doy en el evento es bien recibida, hay buena
respuesta de la gente y preguntas interesantes. En el
siguiente capítulo reproduzco el texto de la plática, quizá a
alguien le pueda resultar de interés; en todo caso, siempre
queda el recurso de brincarse el tema.
Al terminar, los organizadores me llevan a cenar a un
restaurante del Centro que está bastante concurrido, una que
otra mirada de curiosidad por parte de los comensales, pero
nadie dice nada. El servicio es de primera.
Me ofrecen llevarme al hotel a donde ya me hicieron
reservación e invitarme a desayunar al día siguiente para
después llevarme a conocer algunos lugares de Querétaro. Qué
ganas de quedarme, qué ganas de pasar la noche en el hotel y
despertar y verme con las uñas pintadas y camisón, y después
de bañarme volverme a poner un vestido y salir a la calle a
conocer Querétaro. Me emociona esa posibilidad, pero debo
estar muy temprano en la Ciudad de México para llevar a mi
hijo a la escuela.
Nadie de los organizadores trae auto, me dejan, entonces, en
un taxi que me ha de llevar a la Central de Autobuses. El
taxista igual de amable y platicador que el primero. Me siento
tan bien.
De nuevo compro uno de los asientos de la parte trasera del
autobús para tener la posibilidad de viajar sola. En cuanto
arranca la unidad me doy cuenta que podré ir más cómoda, nadie
se sentó a mi lado.
A los pocos minutos, sin embargo, se acerca un hombre como de
unos 35 o 40 años.
-¿Me puedo sentar aquí, señorita? –me pregunta amable.
-Sí –respondo, un poco sorprendida, pienso que quizá querrá
sacarme plática.
-¿Puedo poner mi refresco? –me dice, mientras señala el
compartimiento que está en la pared del autobús, justamente
para las bebidas.
Yo digo que sí y él deposita su refresco, al retirar la mano
roza apenas mis piernas por encima de mi falda. Yo no digo
nada.
El individuo no platica conmigo, pero cada vez que estira la
mano para tomar su refresco vuelve a rozar mis piernas.
Yo no digo nada, en primer lugar, porqué no sabría qué decirle
o cómo hacerlo. Y en segunda, y más importante, porque
confieso que en el fondo me hace sentir bien esa situación. Yo
sé que es absurdo y que ser mujer es mucho más que despertar
deseos en un hombre, pero en ese momento me hace sentir bien
el hecho de que alguien quiera tocarme.
Llega el momento en el que hombre, al darse cuenta que no
opongo resistencia, acaricia descaradamente mis piernas. Y yo
sigo sin oponer resistencia.
En mi mente me invento una explicación. Seguramente, pienso,
el tipo me vio en la sala de espera y se dio cuenta de mi
condición transgenérica. Hay muchos hombres que por alguna
razón se sienten atraídos por mujeres como nosotras. Entonces,
sigo pensando, el individuo al darse cuenta que yo estaba sola
quiso sentarse a mi lado para hacer lo que está haciendo,
acariciar mis piernas. Yo, entonces, me dejé querer.
Siempre me han gustado las mujeres, confieso sin embargo que
en el chat me siento muy bien cuando los hombres me dicen
cosas bonitas. Pero esto no es un chat, esta es la realidad,
hay un hombre que me está tocando. Es curioso, no dice nada,
ni siquiera me voltea a ver, pero me acaricia las piernas. Yo
no sé si fuera capaz de darle un beso, seguramente no, pero me
gusta sentir sus caricias sobre mi piel, sobre las medias que
cubren mi piel. Sólo pongo la mano desde arriba, desde la
falda, para que la suya no llegue más lejos, no me gustaría
que sintiera el bulto que hay entre mis piernas, y no porque
el tipo no sepa que existe, sino porque eso ya no resulta
agradable para mí, además no quiero darle mucha cuerda.
En ese momento me pongo a pensar... creo que ya le di
demasiada confianza; llegaremos como a las 12 de la noche a la
Ciudad de México, el tipo se ha dado cuenta que no tengo
inconveniente en que me acaricie y querrá hacer otras cosas...
yo le inventaré que tengo que llegar a casa, que me esperan,
pero cómo lo irá a tomar... es alguien que ni siquiera sé cómo
se llama. Creo que fui una tonta al permitir estas cosas. Con
razón las mujeres –las que ejercen su feminidad desde que
nacen- toman tantas precauciones. Pero mi madre no se dio
cuenta de que yo soy mujer y nunca me previno ante estas
cosas.
De pronto, surge otro pensamiento, y otro temor aún más
fuerte. Todo el tiempo he supuesto que el tipo me pudo ver
perfectamente en la sala de espera y que conoce mi condición,
pero... ¿y si no es así? ¿Y si él me vio en la penumbra del
autobús y cree que soy una mujer con vagina y senos y todo lo
demás? ¿Qué va a pasar cuando lleguemos a la Central del Norte
y con la luz de los focos se dé cuenta que no soy una mujer
como la que él espera? Vienen a mi mente las noticias de nota
roja: “Travesti asesinado con saña cuando el hombre descubrió
que no era mujer”. Tengo miedo y como puedo, sin hacerlo
demasiado evidente, empiezo a hacerme a un lado y a acomodarme
la falda, como para que el individuo se dé cuenta que ya no
quiero que siga tocándome.
Funciona, el hombre me ha dejado en paz. Pero no sé qué vaya a
pasar cuando lleguemos a la terminal.
Hemos cruzado Tepotzotlán, en unos minutos estaremos llegando
a la terminal de Cien Metros. ¿Qué debo hacer? Si el tipo se
dio cuenta de mi condición transgenérica desde el principio va
a querer que terminemos lo que empezamos. Y si no se dio
cuenta, puede ser que reaccione con violencia en cuanto se
entere. Creo que no hay nada peor para un hombre que darse
cuenta que se excitó y que disfruto al acariciar a otro
hombre, o a lo que él cree que es otro hombre. Porque para
ellos no valen los géneros, no saben qué es eso, para ellos
sólo hay penes y vaginas.
Por eso es que me preocupa lo que vaya a pasar en cuanto
lleguemos. Y una y otra vez me reprocho el no haber puesto un
alto. Yo, que se supone que soy la experta, que he dado cursos
y talleres para quienes quieren salir a la calle, yo que tomo
todas las precauciones, he cometido un error garrafal. Y ahora
no hay manera de remediarlo.
Se me ocurren varias posibilidades. Una de ellas es
entretenerme en el autobús con cualquier pretexto, y esperar a
que el sujeto se vaya. Otra es bajarme y permanecer cerca de
alguna señora hasta llegar al taxi, o por lo menos hasta poder
meterme a uno de los baños y ahí esperar un tiempo razonable
en espera de que el tipo se fuera. Pero siempre quedará el
temor de que me esté esperando, afuera del baño o afuera de la
Central. De cualquier forma creo que la opción del baño es la
más acertada.
Tomamos la calzada Vallejo, no falta mucho para que el autobús
termine su recorrido. Qué nervios... y todo por tonta.
Al llegar a la terminal el desenlace es inesperado. En cuanto
el autobús se detiene el sujeto se baja de inmediato. A pesar
de encontrarnos en los asientos de atrás, es el primer
pasajero en descender. Me sorprende pero me llena de alivio.
Todavía, al bajar, volteo para todos lados, no vaya a ser que
me esté esperando en algún lugar. Afortunadamente ya no está.
Y la explicación que le encuentro a todo esto es que el sujeto
siempre pensó que yo era una mujer como cualquier otra; en
algún momento se percató de mi condición y entonces él fue el
que tuvo miedo de que yo le fuera a hacer algo. Ahora que lo
platico me da risa, y hasta me siento bien de que me haya
confundido con una mujer de nacimiento, pero en ese momento
fue una situación muy incómoda y cargada de tensión.
Por Silvia Susana
Jiménez Galicia-.
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